El miércoles 10 de junio, a eso de las 6 de la mañana, se fue del país Eduardo Lalo, ganador de la edición pasado del Rómulo Gallegos. Su estadía fue breve y esperada: como parte del jurado del mismo premio, debía dar su decisión sobre las novelas enviadas. El resultado ya es conocido: Tríptico de la infamia, de Pablo Montoya, obtuvo el premio mayor. Seguramente –como ocurrió con el mismo Lalo–, el hasta ahora prácticamente desconocido escritor colombiano se vea retratado a lo largo del continente. En el mundo de las Letras Hispanas, el nombre de nuestro primer presidente democráticamente electo todavía suficiente rango para que tal sea un hecho previsible.
El sábado de la semana pasada, fue el centro de un conversatorio en la Librería Lugar Común. En su marco, comentó cómo fue el proceso de selección de las novelas participantes, así como ofreció su visión de la industria editorial contemporánea. “De esas 162 novelas [participantes] (…), pocas me las hubiera comprado” y “No creo que la muestra sea representativa de lo que se está produciendo [en América Latina]” fueron opiniones sobre el premio que anoté con cierta sorpresa. El autor no parecía muy entusiasmado con la inmensa cantidad de novelas –según él, casi todas iguales– que enviaron las editoriales Alfaguara y Random House como candidatas al premio.
De igual modo, con el mismo aire sombrío, ofreció más oraciones que podrían fungir perfectamente como aforismos: “El mundo de la literatura es uno de gente apasionada por algo que no hace falta,” “[El espacio literario] siempre, en toda la historia, ha sido minoritario,” “La lectura es una forma de supervivencia.” Así, fue contundente el autor puertorriqueño al desenmascarar las instituciones literarias y la opinión pública –tanto experta como popular– que existe sobre las mismas. Esto aferrado a otro principio que esbozó en el conversatorio, que “[la palabra literaria] es una forma de desarticular los falsos prestigios.”
Y es que, claro, ¿cómo negarlo (lo: cada frase punzante del autor de Simone)? La impresión a gran escala de bestsellers que se rigen por los mismos clisés una–y–otra–vez, que apenas formulan falsas críticas a la sociedad, velando así escenas pornográficas de cualquier tipo, implican cierto padecimiento en nuestras culturas. Son pocos aquellos libros que logran, realmente, sacar a un individuo de sus casillas y enfrentarlo a la Doxa (Barthes dixit); darle de qué pensar, en vez de constituir una placentera distracción. Pero, qué va, en Un Mundo Feliz como el nuestro, leer más de lo mismo, adherirse a lo mismo, ser uno con lo mismo trae menos problemas y preocupaciones que pararse y cuestionarlo; es más fácil seguir el flujo del río que obstaculizarlo.
Al menos el autor puertorriqueño asegura que el fallo del jurado, ha sido uno bastante distintivo: que se ha premiado una novela diferente. Una novela que haga pensar, me imagino. Espero, pues, que Lalo haya partido con algo de fe. Si su decisión ha sido reflejo de sus comentarios, entonces no ha de dudar que todavía quedan espacios disponibles para asegurar el valor de las minorías.
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Carlos Egaña. Nació en Caracas, en noviembre de 1995. Miembro nada representativo de la última generación perdida (¿hasta cuándo, señores?). Víctima perenne de Capote, Bolaño y Ramos Sucre. Denunciante del aburrimiento cotidiano, satírico por excelencia y otros eufemismos improbables.