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La literatura no es medicina; la literatura no te salva. Puede ser un escape o un espejo en forma de palabras y oraciones hermosamente hiladas, pero no es una cura. Cuando llega el momento de dejar la novela o el poema, cuando se echa el libro a un lado y se sale a la calle, el mundo exterior se mantiene igual: inmutable ante el nuevo conocimiento adquirido o el entretenimiento de unas horas. Sí, la literatura puede ser un caparazón, un refugio, pero bajo su sombra no hay espacio para todos.
Pienso en el caso particular de Venezuela, país aparentemente maldito. Desde inicios del siglo XX, como bien es apreciable en Ídolos rotos, de Manuel Díaz Rodríguez, los problemas que hoy en día se juzgan como propios de la contemporaneidad se veían presentes: el exilio, la falsa revolución, el militarismo como obstáculo de lo civil, los paradigmas absurdos de las clases sociales. Díaz Rodríguez describe, de una manera definitivamente más barroca, los mismos temas que hace Sánchez Rugeles presente en su juvenil Blue Label / Etiqueta Azul. Temas que, si hubiesen sido tomados como advertencia o cosa seria, no habrían de repetirse hasta el día de hoy. Me imagino que, así como un contemporáneo mío puede verse reflejado en las obras de Sánchez Rugeles, lo mismo ocurrió en la época de Díaz Rodríguez. La literatura es un escape –insisto– y las reflexiones que exponen no han de tener un efecto contundente en el contexto real que la envuelve.
Ahora, no dudo que existan seres que tomen la ficción o un poema desgarrador como punto de partida –como inspiración. En efecto, las ideas propuestas por los textos literarios pueden, perfectamente, verse leídas por un sujeto emprendedor que desee llevarlas a cabo o contrariarlas. Pero tales ideas se ven entremezcladas con las experiencias y los prejuicios del mismo sujeto, siendo la empresa que lleve a cabo, a la larga, una cuestión bastante individual. De todos modos, estos eres son la excepción a la regla –regla que insiste en tener el arte como un hogar apartado de risas y lágrimas.
Quizás lo más lastimero de esto es el dilema en el que deja al escritor. Bien puede este tomarse –si es un buen escritor– demasiado en serio lo que escribe y querer, como los surrealistas, transformar el mundo y cambiar la vida. Mas siempre ha de depender en otros personajes, más proactivos que él, para que las realidades que describe y critica vean soluciones a sus problemas. Así, la literatura no termina de incidir directamente en su contexto, y el cultor de la misma se ve obligado a depender de la recepción y motivación del otro. En el peor de los casos, la motivación será variable o incorrecta, y el contexto criticado se verá apareciendo de vez en vez con el pasar de los años.
Bah. Luego de la publicación de su novela, Díaz Rodríguez formó parte del gobierno de Juan Vicente Gómez, en el cual los temas que este sujetó a malos ojos se vieron inmutados o acentuados. Tal vez exagero y el escritor serio sea una figura que me he inventado, que no existe. Tal vez el escritor sea un bufón más, que ha de escribir para acoger a sus semejantes bajo su ala y hacerles sentir acompañados. En cualquier caso, la conclusión es la misma: la literatura no es medicina, y jamás aliviará por cuenta propia al mundo de los males que lo aquejan.
Por Carlos Egaña