Foto tomada de acá
Caracas no es una ciudad muy grande. Conectada por una serie de autopistas –Francisco Fajardo, Prados del Este, Valle-Coche– y de distribuidores –La Araña, El Ciempiés, El Pulpo, hace de la distribución de sus habitantes un asunto minucioso, casi insignificante. Al menos tal es la teoría. La práctica, lastimosamente, nos muestra que moverse a lo largo de la capital es un asunto excesivamente problemático, y que aquellas monstruosas máquinas veloces que han de hacer las distancias un chiste se ven impropias frente a su masificación. Asimismo, plantearse caminar la ciudad como solución viatica, considerando la inmensa cantidad de crímenes que abundan en cualquier lar, no es una decisión particularmente efectiva o inteligente.
El escritor, el artista, en medio de este meollo, es tal vez quien se ve más afectado. ¿Cómo ha el mismo, después de todo, reflexionar sobre o retratar la ciudad cuando esta le roba su tiempo querido en un tráfico irreal? O, en el caso del peatón creativo: ¿cómo ha este de hacer su arte tan lleno de estrés, estando su cabeza siempre llena de pensamientos paranoicos? El tiempo de vida que pierde para poder escribir, pintar, grabar o sentarse a anotar ideas se ve gravemente reducido por su necesidad de descansar. De aislarse, de alguna manera u otra, de la hostilidad de las avenidas y cotas. Así, el arte derivado de la ciudad se vuelve más mediocre con el tiempo, careciendo la misma ciudad de tiempo para dialogar con los creadores que la habitan. Difícil está esperar una literatura que haga verdadera honra a un San Bernardino nocturno –por citar un sector cualquiera– si este es transitado con apuro y desesperanza; difícil está esperar una fotografía que capte la esencia de la Cota Mil si el asombro que produce pasa a ser aburrimiento-y-nada-más.
Es irónico, pero quizá emprender un viaje o participar de la diáspora contemporánea pueda servir para que el creador se ensimisme como es debido. Para, teniendo a su alcance el tiempo que Caracas no nos ofrece, poder sentarse a escribir sobre la misma reprochada ciudad cuando sea necesario. Siguiendo esta línea de pensamiento, no es de sorprender que Eduardo Sánchez Rugeles haga una descripción precisa y exhaustiva de la Santa Mónica de su juventud y sus eventualidades desde España. Y, ¿quién sabe?, considerando su paso por la Universidad de Iowa, puede que Rodrigo Blanco nos dé próximamente una narrativa que trace detalladamente la Caracas contemporánea.
O quizá estoy siendo demasiado tajante con mi divagación y la posible solución que ofrezco. Quizá, solo quizá, aferrarse a la paciencia inevitable de llegar a un lugar sano y salvo nos de las virtudes necesarias para reflejar en un espejo los dotes de una ciudad que ya ha roto demasiados.
Por Carlos Egaña
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